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En medio de nuestras vidas siempre encontramos formas que aplastan el paisaje de nuestras emociones. Es como estas moles de hormigón que atraviesan, por necesidad, y rompen el entorno natural. Una orografía extraña, la incerteza del consumo, la maldad de las formas impuestas.

Ahí el paisaje aplastado por las moles de hormigón.
Ahí el reflejo incierto de la belleza quebrado por rectas
y ángulos imposibles.

Formas rectas, ángulos que pervierten el sentido del horizonte.
Silencio.

Estos ángulos que intentan seccionar el paisaje, estas moles que lo aprisionan,
este matar, sin batalla, la belleza.

Nada que hacer ante estas moles que asfixian la belleza natural.
Nada que decir ante esta batalla perdida.

Los caminos y el paisaje siguen ahí, inocentes en su estar.
Ahí, esperando la redención de la mirada.

Enmarcado entre pilastras la escasa vegetación sobrevive en el entorno.
Un aparente simplismo que esconde la maldad de las formas vacías.

Una vegetación de torpes eucaliptos circunda esta frialdad
de las gigantescas estructuras.
Hay un silencio que transmite molestia.
Una herida que no es posible curar.

La naturaleza se rinde ante la victoria plebeya
de las grandes estructuras. Doblegada
por la irracionalidad del progreso
intenta reflejar algo de cielo
regalando, en la pobreza mínima del charco,
la infinitud del cielo.

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