Poemario laberíntico (en el sentido mistérico de la hermosura) con infinidad de puertas que se abren al centro para mantenernos en el interior del sueño lírico y de la reflexión. Un vergel con toda la crudeza del existir; una inmersión en el dolor y la estupefacción que se sustenta en el contrafuerte de la conciencia moral.
Como sucede en otras obras de Faustino el discurso es un recorrido por los recovecos de la conciencia humana, un paseo por los miedos, un canto de valentía. El poeta se imbuye de la experiencia sensorial y encuentra suficiente estímulo para el ascenso epistemológico. Aprovecha todos los materiales (estímulos) que el camino le proporciona y los pone al servicio del hecho literario. Para ello utiliza una palabra sedimentada que permite abundar en la reflexión con fidelidad al ritmo. Estamos todavía, no lo olvidemos, en el proceso de alcanzar la claridad.
Faustino se zambulle sin pudor, se implica en cada imagen. Tan importante es el fonema como el morfema en el decir poético. Y con ello consigue arrastrarnos al interior de su obra. Pero, oh privilegio, jamás nos deja solos. Él siempre nos acompaña, nos sugiere, nos propone y, sin que nos demos cuenta (las cosas del oficio), nos conduce al meollo mediante el laconismo de un ramillete de indicaciones que impiden el extravío.
Faustino ata con maestría cada libro que ofrece porque respira junto a ellos. Y aún digo más: Faustino es cada poema que escribe. Su poesía es certera en su complejidad y verdadera en su emoción.
Abismos del Suroeste
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