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Las mañanas de verano, escenario donde los gestos se multiplican en el juego que hace saltar los cerrojos del deseo. Gestos, sonidos que solo se perciben en la geografía de la carne. Las mañanas, esas mañanas tranquilas de agosto, se pegan al cuerpo como una segunda piel. La mirada, cómplice del susurro y del bullicio, desaparece en el ritual de eros. Las mañanas, estas mañanas de calor temprano, se hacen eternas. Y el solemne suspiro de los cuerpos se reconoce, entre sonidos diminutos que siguen misteriosas melodías.

[Un concierto de sonidos diminutos. Herákleion, 2013]

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