Vivo en Badajoz, y aunque queden restos provincianos en esta zona rayana con Portugal, que se empeña-a veces- en afear lo que los otros tienen, las frecuentes visitas hacen que nos descubramos como somos en nuestra diferencia, que nos apreciemos de otra manera distinta a la simpleza de comprar toallas o comer marisco en Elvas. Hace unos años ningún extremeño, y menos los badajocenses, hubieran tenido como destino vacacional el país vecino. Portugal, aun estando cerca, era un país lejano. Digo “era” porque ahora aparentemente no lo es. Es obvio que la cercanía de los pueblos provoca vértigo. Un amor/ odio en parte comprensible entre vecinos. Durante mucho tiempo las circunstancias políticas predispusieron a los españoles a olvidar Portugal, como si no existiera, poniendo en peligro la mejor de las convivencias. Por suerte las actitudes cambian a medida que las personas van saliendo de sus obtusos localismos. Salir de la ignorancia, de unos respecto a otros, hace que se descubra más lo que une que aquello que separa.
No puedo evitar estar encantado por el país luso. Parte de culpa la tiene el haber leído la obra de Eugenio de Andrade, el tercer poeta más importante de Portugal después de Camoes y Pessoa. Con este autor comprendí que el país vecino, a dos kilómetros de mi ciudad, tenía una “gran materia solar” que era digna de comprobarla. Así que, me dejé seducir por a lengua lusa aventurándome en su aprendizaje. Una dinámica que me ha permitido descubrir las grandes limitaciones que tenemos los países vecinos para entendernos. La lengua portuguesa con una raíz común a la española, y tan distinta, puede, si no se habla, estorbar a un buen entendimiento. A veces, una misma palabra puede situarnos, peligrosamente, al borde del ridículo. Un ejemplo la tenemos en la palabra exquisito, para un portugués es algo raro para los españoles es una realidad extraordinaria. Los “falsos amigos” que dice mi profesora. Un buen curso de portugués puede suavizar esas cuestiones absurdas y provincianas que nos mantiene distantes a los dos pueblos, románticamente dicho “hermanos”. En este propósito de aprender idiomas hay más interés por la parte lusa que por la española.
En fin, como la practica de la lengua se imponía aproveché las vacaciones para adentrarme en las tierras del Alentejo, teniendo a Lisboa como sede para las excursiones. Magnifico viaje. Lisboa se nos abrió, a mi mujer y a mí, serena y maravillosa. Descubrirla fue una aventura. De la mano de un oriundo del lugar recorrimos las calles de la Alfama, antiguo barrio árabe a los pies del castillo, para luego descender a la Baixa, al barroco de la explanada de la Praça do Comerço rehecha por el marqués de Pombal, después del terremoto. Al mirar esta zona comprendí el porqué de lo añejo de una ciudad que vive de cara al Atlántico y en el recuerdo de su antiguo imperio. Es verdad que todo necesita un “remodelaje” profundo y que los portugueses tienen que “ponerse al día en cuestión de restauración y gestiones turísticas”. Hay quien dice que a los vecinos lusos le cuesta admitir que ya pasó la época de las colonias. Admitir que se vino a menos es siempre difícil. De las colonias le queda a Portugal una huella evidente en el color de muchos lisboetas. Basta recorrer las plazas del Rossio o de Restauradores. En ellas, sin peligro racista, hay una abundante “negramenta” afro-lusa. Comprobamos que los conquistadores ibéricos nunca hicieron asco a “ir con la cruz en una mano y con la bragueta abierta” por las latitudes de ultramar. Una manía que ha hecho que nuestras lenguas sean las más habladas después del chino y el inglés.
Pero volviendo a la excursión por las zonas de Lisboa, tengo que notar lo variopinto de una ciudad partida en dos por la Baixa, na Praça do Comerço. Si el Oriente merece la pena no quiero decir lo bello que es la parte del Bairro Alto o de Alcantara. Qué distinta es la ciudad en estas zonas. No sé si es el ascensor de Eiffel, el famoso elevador de Santa Justa, el que pone las ideas en orden al contemplar toda la ciudad a una gran altura. Aunque, a decir verdad, la emoción de bajar y subir por las calles de Lisboa, desde la Alfama hasta la Estrela, se siente en el tranvía número 28. Recomendable para los que están poco tiempo en la ciudad y los pies se les resiste a obedecerles. ¡Qué difícil es el oficio de turista! Montados en el quince se puede llegar hasta la zona de Belem, y no a por los pasteles -por cierto riquísimos-, sino por ver las estampas mas bellas del arte manuelino. Monumentos que dan idea del emporio que este país tuvo en otras épocas. Los mejores exponentes la Torre de Belem, que recibe el nombre del lugar y el Mosterio dos Jerónimos.. Nunca, como aquí, había visto a la luz enamorarse de la piedra. Esa era la imagen del claustro de los Jerónimos. Y es que visitando Lisboa uno tiene la sensación que este es el último sitio donde la luz, vestida de mar, va cortejando los rincones.