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He subido al norte,
donde nace la luz
donde duele el nublado,
la roca,
y el sonido del viento.

Duele estar cerca
y no poder acariciar
la altura de los montes,
ni besar la fuerza del agua
sobre las rocas de la playa.

Sorprende el misterio
esculpido en los rincones.
Duele la mirada que contempla
desde esta finitud que me mantiene

y me hace guardar silencio.

Un sabor agridulce recorre mis entrañas
al mirar los símbolos labrados

en el bronce de las puertas,

y que intento interpretar.

Cuánta belleza contenida
en la madera hecha dragón,
en la forja que serpentea
los quicios de la entrada.
Cuánta generosidad.

Estás cerca
pero no te alcanzo.
Duele verte sin poder sentir
el color de tu caricia
ni el perfume de tus manos.

Me siento isla
en medio del océano,
torreón inexpugnable,
fortaleza donde la vida
me tiene secuestrado.

No importa la altura
desde donde te miro
sino la fuerza del deseo,
que como olas chocan
contra las rocas de tu playa.

Te siento a cada instante en todos los lugares.
Tu presencia está en el atardecer,
en cada gota de mar que refleja la luz,
en las esquinas de esta ciudad
que desconozco

y no me resulta extraña.

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