I. Al amor
Cómo no empezar esta liturgia de enamorados
que busca la sombra de los espejos y escapa
de la furia del sol.
Lentamente,
descender por la luz de tu cuerpo.
Desnudarte con pasión, y besar
la levedad de tu rostro.
Cómo no ordenar palabras
que perfumen el espacio
dejando el alma
en el vértigo del instante.
Qué Eros, hijo de la pobreza,
no buscaría enriquecerse
con la abundancia de tus besos.
Cómo no entrar en el círculo mágico
de los amantes
inmolando los cuerpos
en el altar de las caricias
hasta verter el semen redentor
que cura las heridas
Cómo no levantar el puñal que rasga
el velo de la distancia.
Y en el abrazo de la carne
fundir el norte de tu mirada
y el sur de mi sexo.
Cómo no dejar
que en el horizonte de los cuerpos
vuele el mirlo
y con su canto sane las heridas
de este amor que nos envuelve.
Y beber de tus labios
el silencio .
II. A la trascendencia
Todo es susurro y sombra
cuando la luz deja de ser,
cuando la vida se apaga,
y los cuerpos ceden
al gris de la destrucción.
Nada se pierde
todo renace en el principio
que lo mantiene.
No hay final sino presente de luz.
La vida crece, brota, en medio de la existencia.
Cuánta luz desprende la carne,
cuánta.
Y cómo refleja el alma
este vivir.
El misterio de la pregunta,
la fuerza de la libertad,
y el vértigo del amor,
son luces, certezas,
al final de este túnel
que es la vida.
III. Al elogio de la tarde
Huele a ti en medio de la tarde.
Tu risa, tus palabras, marcan
la bondad de los días.
¿Cómo olvidar tu luz?
Sorprende la magia de la tarde,
de todas las tardes.
Y en este apretar la luz
que besa el oeste,
te siento.
¿Cómo no aguardar tus mañanas?
Te abrazo en la distancia
y beso los silencios.
Reconozco tu presencia
en el vacío de las horas
y me consuela.
¿Cómo arrancar de mi alma
tus gestos,
tus deseos,
el color de tu cielo?